Fotografía por Aníbal Santos Gómez

jueves, 7 de enero de 2010

Goliat

Apoyado en la barra, giró la cabeza. Vio mi silueta entre una tímida niebla que desdibujaba mis contornos. O era el miedo. Temblando de frío, puse mis pies en el camino de ascuas que llevaba hasta él y comencé a andar, a pesar del dolor. O era la inseguridad.

-Llegas tarde –dijo él- Te he estado esperando dieciocho años.

Creo que me fue ahí cuando me dijo su nombre. Era algo así como un héroe, pero no quería ser descubierto, por eso me lo susurró al oído. Su nombre y el porqué de llamarse así. Nunca supe muy bien si la historia que empezó a contarme era verdad o no, aunque años más tarde comprobé que sí, y otros muchos porqués.

Esa noche pasó tan fugazmente que sólo llegué a contar diez mil estrellas. Quizá fue por lo cegador de su personalidad, no lo sé. Lo que sí sé es que sus manos no se estaban quitas, me tocaban y retocaban, movían a su antojo los hilos que sobresalían de mi falda. Yo para mis adentros reía a carcajada limpia, subida en un columpio y mareándome por la altura que estaba cogiendo. Pero eso él no lo sabía. Las paredes de la habitación se iban encogiendo, cercándonos más y más, como yo le cercaba con mis piernas; tenía miedo de que escapara. Pero eso él no lo sabía. Amanecí con los labios pintados de azul, un azul ponzoña, su color. A los pocos días me empecé a sentir desdichadamente feliz y me despertaba la burlona sonrisa del Gato de Cheshire que ya era risa. Y es que por aquel entonces yo ya estaba enamorada de él. Pero eso yo no lo sabía.

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