Fotografía por Aníbal Santos Gómez

jueves, 28 de abril de 2011

Aullidos


Noche cerrada en campo abierto.

Despertó en medio de un claro demasiado oscuro. La noche caía sobre ella y le pesaba en los hombros.

Enfocó la vista y no pudo ver nada, no pudo ver a nadie.

“¿Hola?”

Sólo el eco le contestó y su propia voz se rió de ella.

“¿Hola?”

El miedo hizo que lo dijera más alto esta vez.

“¿Estoy sola?”

La Nada le contestó y ella no pudo decirle nada.

Miró a su alrededor y vio unos ojos vivos, entusiastas, llenos de preguntas que envidiaban ser respuestas. Se miraron fijamente y las pupilas se dilataron; a ella se le contrajo el corazón.

Abrió la boca de la impresión pero las palabras se aferraban a su garganta, temiendo que las echaran junto con una exhalación de verdad.

Ella no quería estar sola, pero esos ojos le daban miedo. No conocía la piel de lobo de aquel cordero, pero le tranquilizaba pensar que podía ser suave y darle calor.

“¿Has venido a buscarme?”

La sombra no contestó, pero las pupilas tintinearon. Un escalofrío recorrió el cuerpo de la chica.

“Quiero saber quién eres.”

Su voz se volvió más firme y ahora aquellos dos faros amarillos temblaron en la oscuridad. Ella lo notó y se acercó un poco más.

Automáticamente, los ojos se alejaron, pero la mirada permaneció fija.

“¿Te vas?”

La chica tenía miedo de la misteriosa criatura, pero a la vez no quería que se fuera y la dejara allí sola.

Los ojos dieron un paso al frente y la luz de la luna alumbró un pelaje apagado. Era oscuro para camuflarse entre la negrura, para pasar desapercibido, para retroceder y huir en las sombras cada vez que intentaba acercarse a alguien. Y era suave para no hacer daño, para dar calor en invierno y pasión en verano. Era el primer lobo que ella veía en toda su vida. Nadie nunca le había hecho sentir tanto miedo y tanta atracción a la vez. La luz de la luna pareció crear un magnetismo entre ellos que los empujaba el uno hacia el otro, menguando la luna y el espacio entre ellos.


“No voy a hacerte daño.”

La declaración de intenciones firmó la guerra y el lobo aulló, empezando así la batalla en un baile de risas con doble filo.

Ella abrió la boca, sorprendida, justo cuando él echó a correr hacia ella. En el mismo segundo en que chocaron, ella supo que se había metido en el corazón del lobo.


viernes, 8 de abril de 2011

De playas y montañas

Frente al espejo, miró y no se vio.

¿Qué se suponía que tenía que ver?

Apagó la luz del baño con la mirada y entró en su habitación con el corazón vacío.

Vacío porque unos días antes había decidido hacer mudanza y entregó una orden de desahucio a sus sentimientos. Había oído gritos y sus venas se habían contraído del miedo. Le pidieron a la casera que los echara, que no quería gritos, ni llantos, ni noches de cómos ni mañanas de porqués.

¿Quién entraría a vivir ahora? Si nadie quería vivir en una casa destartalada, que se agrieta con pensamientos y se inunda con ilusiones.

Se metió en la cama y se echó la manta a la cabeza, se escondió de ella misma. Estaba empezando a escuchar los gritos otra vez, pero bajo esas sábanas se paraba el tiempo y las risas sabían a limón. Cuando decidió destaparse y sacar la cabeza para coger aire, vio a una persona a su izquierda. Era él. ¿Qué hacía allí? Esa era su cama y él se había metido sin preguntar. Sonrió y sonaron olas rompiéndose. Rompióse su corazón de un vuelco. Ella soltó el aire que había contenido para sobrevivir bajo las sábanas y él lo aspiró. Ese era su aire, su aliento, su billete de salida, ¿por qué se lo estaba llevando? No era suyo. La abrazó y ella cerró los ojos, quería soñar… estaba cansada y tenía sueño, mucho sueño, pero siempre que dormía tenia pesadillas. Temía ahogos de tiempo y faltas de revolcones. Pero allí, junto a sus olas, podía ver una playa enorme, infinita, de arenas transparentes pero movedizas. Se giró y le vio sonriéndole a contraviento.

Cuando se dio cuenta de que no era una playa, sino un oasis, el corazón se le quedó mudo. Ya no se oían gritos, pero tampoco olas. Empezó a hiperventilar y buscó cojines sobre los que llorar, pero sólo encontró sábanas blancas y dudas. Se dejó caer sobre el colchón sudando lágrimas y llorando miedos. Estaba cansada, muy cansada. Notó un peso a su derecha y miró. Era él. ¿Qué hacía allí? Pensaba que se había ido. Una brisa se chocó contra su rostro. Olía a montaña, a verde, a humedad, a fresco. Olía a nieve. Se puso los guantes y la bufanda, que esta vez no la asfixiaba. Él le sonrió y la luz la cegó, oyó su voz diciéndole que nunca se había ido de allí, que siempre había estado en su cama. Él tenía espejos en la cara y no sabía si era él o estaba mirándola a ella, pero nunca dudó del reflejo. La abrazó y ella cerró los ojos, estaba cansada y tenía sueño, mucho sueño, pero siempre que dormía tenía pesadillas. Temía movimientos bruscos y flechas que la hirieran mortalmente. Pero allí, bajo la nieve, podía ver la cumbre de una montaña verde y fría, con mantos de niebla y cobijo de mantas. Se giró y le vio sonriendo. No había viento. Había calma.


La imagen se le borró de los ojos y le traspasó la mente, huyendo por la espina dorsal. Miró al techo y se quedó pensando y pensó tanto que se perdió, se desvaneció en mil pedazos que quedaron inertes en la cama.