Fotografía por Aníbal Santos Gómez

viernes, 8 de abril de 2011

De playas y montañas

Frente al espejo, miró y no se vio.

¿Qué se suponía que tenía que ver?

Apagó la luz del baño con la mirada y entró en su habitación con el corazón vacío.

Vacío porque unos días antes había decidido hacer mudanza y entregó una orden de desahucio a sus sentimientos. Había oído gritos y sus venas se habían contraído del miedo. Le pidieron a la casera que los echara, que no quería gritos, ni llantos, ni noches de cómos ni mañanas de porqués.

¿Quién entraría a vivir ahora? Si nadie quería vivir en una casa destartalada, que se agrieta con pensamientos y se inunda con ilusiones.

Se metió en la cama y se echó la manta a la cabeza, se escondió de ella misma. Estaba empezando a escuchar los gritos otra vez, pero bajo esas sábanas se paraba el tiempo y las risas sabían a limón. Cuando decidió destaparse y sacar la cabeza para coger aire, vio a una persona a su izquierda. Era él. ¿Qué hacía allí? Esa era su cama y él se había metido sin preguntar. Sonrió y sonaron olas rompiéndose. Rompióse su corazón de un vuelco. Ella soltó el aire que había contenido para sobrevivir bajo las sábanas y él lo aspiró. Ese era su aire, su aliento, su billete de salida, ¿por qué se lo estaba llevando? No era suyo. La abrazó y ella cerró los ojos, quería soñar… estaba cansada y tenía sueño, mucho sueño, pero siempre que dormía tenia pesadillas. Temía ahogos de tiempo y faltas de revolcones. Pero allí, junto a sus olas, podía ver una playa enorme, infinita, de arenas transparentes pero movedizas. Se giró y le vio sonriéndole a contraviento.

Cuando se dio cuenta de que no era una playa, sino un oasis, el corazón se le quedó mudo. Ya no se oían gritos, pero tampoco olas. Empezó a hiperventilar y buscó cojines sobre los que llorar, pero sólo encontró sábanas blancas y dudas. Se dejó caer sobre el colchón sudando lágrimas y llorando miedos. Estaba cansada, muy cansada. Notó un peso a su derecha y miró. Era él. ¿Qué hacía allí? Pensaba que se había ido. Una brisa se chocó contra su rostro. Olía a montaña, a verde, a humedad, a fresco. Olía a nieve. Se puso los guantes y la bufanda, que esta vez no la asfixiaba. Él le sonrió y la luz la cegó, oyó su voz diciéndole que nunca se había ido de allí, que siempre había estado en su cama. Él tenía espejos en la cara y no sabía si era él o estaba mirándola a ella, pero nunca dudó del reflejo. La abrazó y ella cerró los ojos, estaba cansada y tenía sueño, mucho sueño, pero siempre que dormía tenía pesadillas. Temía movimientos bruscos y flechas que la hirieran mortalmente. Pero allí, bajo la nieve, podía ver la cumbre de una montaña verde y fría, con mantos de niebla y cobijo de mantas. Se giró y le vio sonriendo. No había viento. Había calma.


La imagen se le borró de los ojos y le traspasó la mente, huyendo por la espina dorsal. Miró al techo y se quedó pensando y pensó tanto que se perdió, se desvaneció en mil pedazos que quedaron inertes en la cama. 

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